EL HÁBITO [NO] HACE A LA BRUJA: ACERCA DE LA MODA Y LAS APARIENCIAS EN LAS BRUJAS

EL HÁBITO [NO] HACE A LA BRUJA: ACERCA DE LA MODA Y LAS APARIENCIAS EN LAS BRUJAS

La indumentaria y la apariencia no se limitan a ser elementos meramente distintivos para el arquetipo de la bruja, sino que le son absolutamente constitutivos. Ciertamente, ni en los documentos históricos, ni en los manuales para la caza de brujas se detalla con rigor la vestimenta de las acusadas de brujería, pero para los imaginarios en los que se ha definido su representación, tanto la ropa, como algunos otros elementos menospreciados por “superficiales”, tales como el cabello y el maquillaje, se convierten en peculiaridades cuya profunda carga simbólica se traduce en el reconocimiento de rasgos que han ido mutando a través de los tiempos de la mano de las transformaciones, variantes, reinterpretaciones y reapropiaciones en torno al arquetipo.

En los más de cien años que las brujas han sido representadas en el cine, su imagen se ha ido enriqueciendo y complejizando radicalmente, sin quedarse circunscrita a la recreación de la imaginería proveniente de siglos previos, ni tampoco apostando por la redundancia y la reiteración en aras de su fútil reconocimiento inmediato.

La sinécdoque ha sido un recurso retórico recurrente y, en más de una ocasión, el sombrero de ala ancha, el calzado puntiagudo, un vestido negro largo o un delineado felino en los ojos, han bastado para referir sin repetir y para dotar al arquetipo de un abanico de posibilidades representacionales que han trascendido desde las pantallas. La piel verde de la Bruja Mala del Oeste en The Wizard of Oz (Fleming, 1939) fue producto de una decisión creativa para aprovechar al máximo las posibilidades del incipiente Technicolor, pero debido al masivo e inmediato éxito de la cinta, este atributo, que nunca es mencionado en el texto original de Baum y que no proviene de ninguna fuente iconográfica previa, pasó a formar parte del repertorio de los elementos distintivos para las brujas dentro de la cultura popular. En cierto modo, se trata de un ejercicio de exaltación de la diferencia y la monstruosidad de la bruja malvada a través del color de su piel ¿será acaso que este gesto en apariencia inocente y relativamente fortuito lleva de forma involuntaria uno de los antivalores fundacionales estadounidenses?

La liberación sexual y la contracultura juvenil de finales de los años 1960 y principios de los 1970 se vuelve latente en la apariencia hippie y el estilo de vida de las tres hermanas brujas protagonistas de Il delitto del diavolo (Cervi, 1970); no hay que perder de vista la intensa conexión que se dio entre el efervescente neopaganismo y los movimientos sociales juveniles de aquellos años. Un par de décadas después, las jóvenes brujas de The Craft (Flemming, 1996) encarnan en su personalidad y en su apariencia grunge, el descontento y la desesperanza de la Generación X ante el inminente fin del milenio. Para el siglo XXI, el influjo contracultural se encuentra nuevamente con las brujas cinematográficas mediante guiños al Black Metal a través del corpse paint utilizado por las brujas de películas como The Lords of Salem (Zombie, 2012) o Hellbender (Adams, Adams y Poser, 2021). Así, la moda contracultural juvenil y lo underground transcurren en paralelo con las subjetividades abyectas atravesadas por el estigma de lo brujeril.  

Contrastantemente, en más de una ocasión, el ejercicio reivindicatorio y emancipador con el que las brujas transmutan de ser sujetas perseguidas a subjetividades autónomas, liberadas y poderosas, va de la mano con la sobre-estilización de su aspecto. Realizando un guiño simultáneo a la Haute Couture y al arquetipo de la femme fatale, brujas como la Reina Malvada de Snow White and the Seven Dwarfs (1937), Giovanna, de “Una sera come le altre”, el episodio final de la película de Le Streghe (1967) o las integrantes del aquelarre y agencia de modas de The Neon Demon (2016); despliegan elaboradísimas indumentarias y maquillajes magnánimos que en apariencia las dignifica y enaltece, alejándolas por completo de la figura desalineada, desgarbada y harapienta convencional en las representaciones arquetípicas más tradicionales de las brujas. De forma parecida, en las pasarelas de las más prestigiosas firmas de moda, los referentes hacia el arquetipo aparecen en más de una temporada desde hace varias décadas, con lo que “el verse como bruja” pasa de la denostación al halago. No obstante, ante tal maniobra retórica expuesta en las pantallas de cine o en las pasarelas, conviene cuestionar ¿Desde dónde y para quién se da la estetización de las brujas? ¿No hay siempre en las femmes fatales cierta búsqueda de la satisfacción del deseo masculino? ¿No fue desde los hombres que se construyó la imagen de miles de mujeres acusadas y ejecutadas por ser supuestas brujas? ¿Pueden revertirse los referentes para lograr su verdadera reapropiación desde las cúpulas del entretenimiento y el consumo de mercancías o resulta necesaria una subversión estructural más profunda?

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