Emociones, lágrimas, pegajosidad y cicatrices a través de la pantalla

Emociones, lágrimas, pegajosidad y cicatrices a través de la pantalla

Las luces de la sala se apagan y las partículas de luz, al estrellarse con la pantalla, comienzan a configurar formas reconocibles con las que podemos comenzar a identificar signos, subjetividades e historias, que aún en su ficcionalidad, operan haciendo eco de estructuras, mecanismos y tecnologías sumamente parecidas a las que articulan nuestra realidad (o al menos nuestra percepción de ella).

Tanto en el cine como en la vida, tomamos partida con base en nuestra ubicación frente a los hechos. En una clásica película bélica estadounidense de la Segunda Guerra Mundial, no nos importan los soldados alemanes que van pereciendo por decenas a lo largo de la trama, no nos preocupa si con su muerte dejaron viudas y huérfanos, no es relevante cuáles fueron sus sueños y aspiraciones que se quedaron a medias, somos completamente indiferentes a las motivaciones y causas que los llevaron a estar en el frente, intentando matar y evitando ser muertos por otro hombre, al que acaban de conocer; en cambio, cuando el sidekick del protagonista resulta herido de muerte, nuestra emotividad emana a borbotones con la misma intensidad que la sangre que emana de su pecho atravesado por las balas. Los realizadores de la cinta en cuestión han maquinado un juego perverso en el cual, a su voluntad, a través de la manipulación narrativa de las emociones, no sólo nos han hecho posicionarnos en el “lado correcto de la historia”, sino que han creado todo un esquema del que nos hemos vuelto cómplices en el que hay vidas que nos importan y vidas que no nos importan. Así, invirtiendo en forma pero no en fondo la ecuación, recurriendo a uno de los planteamientos básicos de  Judith Butler en Marcos de Guerra (2010),  hay “muertes que merecen ser lloradas” y muertes que no merecen nuestras lágrimas en función del discurso mediante el cual sean asimiladas.

El adiestramiento emotivo del que fuimos sujetos en la pantalla de cine, por supuesto que también acontece una y otra vez en un sinfín de fuentes de información que consumimos todos los días. Cuando la tragedia acontece en algún lugar que resulta común a lo que podríamos determinar como el espacio de emotividad por lo propio, se encienden las alarmas, aparece un inusitado sentimiento de empatía por el otro y la atención colectiva se centra en el lugar de los hechos; recibimos “reportes especiales” hora a hora y los encabezados y titulares noticiosos de todo el “mundo” —hago énfasis en las comillas— se afanan en describirnos con el mayor detalle posible lo terrible de los acontecimientos reiterando una y otra vez la misma información y repitiendo hasta al cansancio las mismas imágenes para ilustrar los acontecimientos. Lo cierto es que un atentado terrorista en una metrópoli occidental en el que pierden la vida tres personas puede (pre)ocuparnos por semanas, mientras que otro atentado terrorista perpetrado en alguna ciudad de Medio Oriente, en el que mueran más de cien personas, apenas y merece una mención dentro de nuestros espacios informativos, dado que sucedió en aquel lugar distante que podríamos definir como el espacio de indiferencia por lo ajeno.[1]

Retomando el ámbito cinematográfico y el papel de sus realizadores como artífices de un marco de nuestro involucramiento emotivo, podríamos intuir que la autoría de arcos narrativos y de imágenes cinematográficas per se, generan una especie de membrana que recubre la mirada del espectador y que determina los criterios de “pegajosidad sígnica” al momento que observamos una cinta.  Al respecto del modelo de “signos pegajosos”, Sara Ahmed señala que:

El lenguaje funciona como una forma de poder en las que las emociones alinean a unos cuerpos con otros —y pegan diferentes figuras con otras— a partir de la manera en la que nos mueven. (2004, p. 293)

Tomando como referencia tales reflexiones, si la experiencia perceptiva cinematográfica desemboca en una emotividad trascendente, pone de manifiesto una clara relación de poder entre realizadores y espectadores, en la que, además, aparece —aunque de manera simulacra— una suerte de dimensión corporal con la que se generan relaciones de contacto y distancia hacia las subjetividades de la pantalla.

Si llevamos tal dimensión corporal a partir de la experiencia cinematográfica a sus últimas consecuencias, podríamos encontrar que a partir de ciertas dinámicas en las que se produzcan proximidades extremas (súbitas e incluso violentas), se podrían llegar a presentar hematomas a partir de la fuerza del impacto o hasta incisiones si son “filosas”, llegando incluso a encarnarse bajo nuestra “piel” ¿Sanaríamos pronto de esas lesiones? ¿Nos dejarían cicatriz? ¿Esas cicatrices serían motivo de vergüenza o serían una especie de kintsugi, justo como señala Ahmed? (2004, p.304)


REFERENCIAS
Ahmed, S. (2004). La política cultural de las emociones. México: CIEG-UNAM.
Butler, J. (2010). Marcos de guerra. Las vidas lloradas. Ciudad de México: Paidós.

[1] Para una reflexión futura, podría resultar interesante el análisis de las imágenes de la tragedia a partir de la noción de lo propio y lo ajeno. Se podría trazar una genealogía de los modelos de representación de los cuerpos y las subjetividades en eventos trágicos para identificar cómo se han determinado los valores arquetípicos del sufrimiento en la alteridad.