Del aquelarre al celuloide; del celuloide a las calles
Diana iba como pasajera de uno de los dos camiones que tiene que tomar de la prepa a su casa. Todo iba bien para Diana; había conseguido asiento en el camión y como recién le había echado saldo a su celular, tenía megas para ver en el trayecto de más o menos hora y media, la película que le había recomendado Margarita, una de sus mejores amigas, amante del cine de terror.
Inmersa en sus audífonos y en la pantalla de su celular, Diana se asombraba y se indignaba al ver cómo Thomassin —la bruja adolescente, protagonista de The Witch — era culpada por la desaparición de su hermanito bebé. Entretanto, sus cavilaciones caprichosas le llevaban a pensar que si las brujas desaparecían bebés era quizá para contrarrestar la desaparición de esos “padres” que niegan a sus bebés y se van sin volver. Diana vive con Socorro, su madre, quien trabaja todo el día en una fábrica de ropa en la calle de Regina en el Centro Histórico, la labor de la mujer ha sido el sustento para las dos desde hace 17 años, después de que el “papá” de Diana las abandonó diciendo que esa bebé no era suya.
El camión se iba llenando cada vez más, y la película se iba poniendo cada vez más interesante, pero ni los audífonos a todo volumen ni la tensión en la trama, pudieron evitar que el divertimento de Diana se viera interrumpido por un muy desagradable suceso; un hombre, de unos 45 años, que iba parado junto al asiento de Diana, desabotonó la bragueta de su pantalón y cínicamente, sin ningún pudor, comenzó a restregar su pene expuesto contra el hombro de Diana. En un primer momento, Diana no dio importancia a las señales táctiles que su piel mandaba a su cerebro, creyó que la incesante sensación no era más que el resultado del vaivén de algún pasajero zangoloteado por las irregulares calles de la CDMX, pero ante el constante y “rítmico” tocamiento, a Diana le fue inevitable torcer la mirada y percatarse del abominable suceso. De inmediato, la muchacha entró en shock y sus sentidos se congelaron mientras que los demás pasajeros de la unidad parecían no estar ahí, ni darse cuenta de nada, porque todos estaban ensimismados —o así pretendían estarlo— presos del calor vaporoso de las tardes de verano.
Diana se bajó lo más rápido que pudo del camión. No recuerda cómo sorteo a los muchos pasajeros que iban en la unidad, ni tampoco recuerda los 300 metros que corrió a toda velocidad porque se bajó seis cuadras antes de donde sale su segundo camión a casa. Por varios días, en su recuerdo sólo habitó la sonrisita morbosa y sardónica que el sujeto del camión esbozo una vez que Diana lo descubrió.
Diana no le dijo a nadie lo que le pasó ese día. Tampoco acabaría de ver The Witch hasta un par de semanas después, en una noche de otro día que tuvo otro acontecimiento extraordinario que rompió con lo ordinario de sus días.
El 16 de agosto, el ambiente de la Prepa 5 estaba enrarecido. Algunas compañeras de Diana no se habían presentado, mientras que algunas otras, como Margarita hablaban de la marcha que iba a haber esa tarde. Diana al no estar enterada de nada, le preguntó a Margarita qué pasaba; Margarita, con el ceño fruncido y alzando inusualmente la voz, le respondió escuetamente: “¡Unos pinches puercos violaron a una morra en Azcapotzalco y todos los cabrones se hacen güeyes! ¡Qué no mamen, los culeros! ¡Ya estamos hasta la madre! ¿Vienes a la marcha?” A Diana le quedó clarísimo el panorama y sin decir nada, asintió con la cabeza.
Como casi todos los viernes, ella no tenía nada que hacer y, en esta ocasión iba a poder estar un rato con una de sus mejores amigas y también, iba a poder estar en donde nunca había estado: en una marcha, en una marcha de mujeres.
Esa tarde, saliendo de la escuela, Diana no tomó el camión que siempre tomaba y tratando de seguirle el paso a su amiga, tomó primero el tren ligero y luego el metro, hasta llegar a la Glorieta de Insurgentes, a eso de las 5 pm. Poco a poco, Diana fue viendo cómo llegaban cada vez más y más mujeres, muchas de ellas de su edad, los cantos en las consignas se fueron organizando, los decibeles fueron aumentando, la protesta #nomecuidanmeviolan fue agarrando forma y Diana se fue desinhibiendo. Sus consignas que primero fueron susurros entre dientes, poco a poco se volvieron gritos: Diana había encontrado que su voz estaba en la voz de todas.
En medio de la manifestación, Diana no sólo encontró un entusiasmo colectivo que nunca había experimentado, también sintió cierta catarsis y a la vez adrenalina al ver cómo algunas de sus compañeras de causa rompían cristales y grafiteaban paredes y monumentos a su paso, esos monumentos cuya superficie antes blanca y marmólea le parecía muerta y que ahora, intervenida por pintas de colores, le parecía más viva que nunca. Sin saber bien a bien por qué, a Diana le dieron todavía más ganas de hacerse ese primer tatuaje en el que había ocupado sus pensamientos desde hace varios meses, ése para el que ya llevaba ahorrados 250 pesos.
Pero entre la vorágine de los gritos, la diamantina, el fuego, los cantos y los empujones, Diana encontró algo que llamó poderosamente su atención: entre las miles de muchachas, divisó a una que traía un sombrero de bruja y una pequeña e improvisada pancarta en la que se leía: “Somos las nietas de las brujas que no pudiste quemar!”. En ese momento, en la mente de Diana se disparó intempestivamente el recuerdo de lo que había vivido un par de semanas atrás en el camión camino a casa. Sus ojos se llenaron de lágrimas y gritó todavía más fuerte de lo que ya había gritado esa tarde. Margarita se percató del sobresalto su amiga y la abrazó muy fuerte por cerca de un minuto. Ambas reían mientras lloraban en medio de una emoción indescriptible para ninguna de las dos.
Esa noche de viernes, cansada y adolorida, pero con una extraña sensación de dicha, Diana regresó a su casa cerca de las 10:30 pm. Su mamá yacía dormida frente al televisor de 18 pulgadas en el que se vislumbra una reportera haciendo el recuento de los daños y de las pérdidas materiales que la marcha feminista había dejado a su paso. Diana no quiso despertar a Socorro, quien estaba de sobra fatigada por la labor de ese día, de esa semana y de todas las semanas de su vida. Entonces, procurando hacer el menor ruido posible, Diana se sirvió un vaso de leche tibia para tratar de mitigar el intenso dolor de garganta, y se fue a su cuarto.
La joven con el sombrero de bruja que había visto hace unas horas en la marcha, también le recordó a Diana que no había acabado de ver la película recomendada por Margarita. Después de colocar el vaso de leche ahora vacío en la mesita vieja al lado de su cama, Diana se acostó y mientras se quedaba dormida, la pequeña pantalla de su celular reproducía la apoteótica secuencia final de The Witch:
Con el cabello suelto y el cuerpo desnudo, la silueta clara de Thomassin se abre camino entre la más profunda negritud del bosque. La cámara sigue sigilosamente el andar de la joven mientras que, en la lejanía, se escuchan los cánticos de un grupo de mujeres que proclaman al unísono, frases en una lengua inteligible. Las voces se vuelven cada vez más sonoras y en la pantalla se comienza a develar un grupo de mujeres desnudas que danzan convulsivamente en torno al resplandor rojizo de una fogata…
… Thomassin se acerca sin recelo a ellas, aunque su rostro conserva cierta expresión de desconcierto. Las mujeres ríen a carcajadas y parecen gozar al máximo del momento, de repente, comienzan a levitar por los aires. La cámara encuadra nuevamente el rostro de Thomassin en un primer plano, su respiración se muestra cada vez más agitada, los cánticos van in crescendo y el rostro otrora desconcertado de Thomassin deviene en un gesto dionisiaco. Thomassin se eleva por encima de los árboles, por encima del bosque, por encima de todo; los cánticos se han transformado en un unánime y rotundo alarido.
En medio del silencio de la noche, la pantalla del celular de Diana se ha tornado completamente negra. Ahora ella duerme y sueña plácidamente.