El dolor, el odio y el miedo sobre el cuerpo de la bruja
El dolor, el odio y el miedo pasan por el cuerpo de la bruja. Sea en la ficción judicial de los miles de juicios del pasado lejano o en la ficción estética del pasado y del presente cinematográfico más reciente, el cuerpo tiene un papel clave en la construcción arquetípica del personaje. El cuerpo es el tablero sobre el cual se desarrolla el juego de reciprocidades en las que el dolor, el miedo y el odio, son fichas en constante interacción que delinean el destino de las vidas (reales o de ficción) bajo los caprichosos designios del poder. En la experiencia del dolor se materializa el cuerpo a través de su superficie:
Me percato de que mi cuerpo tiene una superficie solo cuando tengo un malestar (punzadas, cólicos), que se transforma en dolor mediante un acto de lectura y reconocimiento (“¡duele!”) que también es un juicio (“¡esto es malo!”).
(Ahmed, 2004, p.53)
El dolor en la piel hace del cuerpo frontera, límite contingente entre las subjetividades, el dolor se convierte en aquello “que nos separa de otros [pero que] también nos conecta con otros”
(Ahmed, 2004, p.54)
En los juicios de brujería, los inquisidores buscaban en la piel de las acusadas “marcas del diablo”, supuestos sitios en los que el diablo había colocado sus manos durante el pacto carnal. Lunares, manchas, verrugas u otras irregularidades o afecciones en la piel eran consideradas como tales, al localizarlas, los inquisidores las pinchaban superficialmente hasta generar un ligero sangrado, si la acusada no mostraba gestos importantes de dolor, era porque por injerencia del diablo, la supuesta bruja había perdido sensibilidad donde éste había dejado su “marca”. En realidad, lo que sucedía es que buen número de irregularidades congénitas o patológicas en la piel alteran el umbral al dolor, pero bajo la mirada sesgada a la conveniencia de los inquisidores y la maquinaria sistemática e ideológica detrás de ellos, la diferencia perceptiva del dolor era muestra significativa de la presencia del Maligno. El dolor (o en este caso, la ausencia de él) se convertía en un gesto diferenciador, si las brujas no podían sentir dolor se volvían distintas y si eran distintas, eran proclives a despertar el odio.
El dolor en la piel hace del cuerpo frontera, límite contingente entre las subjetividades, el dolor se convierte en aquello “que nos separa de otros [pero que] también nos conecta con otros” (Ahmed, 2004, p.54).
En los juicios de brujería, los inquisidores buscaban en la piel de las acusadas “marcas del diablo”, supuestos sitios en los que el diablo había colocado sus manos durante el pacto carnal. Lunares, manchas, verrugas u otras irregularidades o afecciones en la piel eran consideradas como tales, al localizarlas, los inquisidores las pinchaban superficialmente hasta generar un ligero sangrado, si la acusada no mostraba gestos importantes de dolor, era porque por injerencia del diablo, la supuesta bruja había perdido sensibilidad donde éste había dejado su “marca”. En realidad, lo que sucedía es que buen número de irregularidades congénitas o patológicas en la piel alteran el umbral al dolor, pero bajo la mirada sesgada a la conveniencia de los inquisidores y la maquinaria sistemática e ideológica detrás de ellos, la diferencia perceptiva del dolor era muestra significativa de la presencia del Maligno. El dolor (o en este caso, la ausencia de él) se convertía en un gesto diferenciador, si las brujas no podían sentir dolor se volvían distintas y si eran distintas, eran proclives a despertar el odio.
La diferenciación y la configuración de otredades a través de determinados signos, resultó fundamental para el fenómeno histórico de la Cacería de Brujas. Aldeas enteras se volcaron en contra de sus mujeres al momento que se les impusieron aquellas marcas sígnicas de la brujería que las volvieron “ajenas” e “incómodas” a la vida comunitaria. Paradójicamente, el sentido de comunidad se acentuaba cuando se ejecutaban por brujería a algunas de sus miembros; las plazas públicas, abarrotadas, se convertían en el lugar idóneo para ejecutar a las inculpadas, la destrucción de todo vestigio corporal de las brujas condenadas a la hoguera era un buen pretexto para lograr amalgamar al cuerpo comunitario en torno al fuego, expresión tangible del odio, a su vez, instrumento de coerción comunitaria mediante la destrucción de algunos de sus miembros. Sin embargo, la comunidad permanecía distante al fuego, ya que el fuego activa nuestro miedo natural como mecanismo de supervivencia, nos hace alejarnos, restringe nuestra movilidad y achica nuestro espacio, porque el miedo, de acuerdo con Ahmed, conlleva a la restricción espacial;
El miedo funciona para alinear el espacio corporal y social: funciona para permitir que algunos cuerpos habiten y se muevan en el espacio público mediante la restricción de la movilidad de otros cuerpos a espacios que están acotados o contenidos.
(Ahmed, 2004, p.117)
Dolor, odio y miedo configuraron el cuerpo de la bruja histórica y le configuran en su continuidad arquetípica, pero también constituyen un entramado simbólico que hace operacional un sistema de relaciones interpersonales en el que es necesario que existan víctimas. Más allá del eco del arquetipo ¿Cuáles son los engranajes de la cotidianidad que articulan al dolor, al odio y el miedo que generan a nuestras victimas actuales? ¿De qué manera algunas representaciones emancipatorias del arquetipo de la bruja podrían ser traducidas como fulgores en medio de la penumbra?
REFERENCIAS
Ahmed, S. (2004). La política cultural de las emociones. México: CIEG-UNAM.
Armstrong, M. (director) y Hoven, A. (productor). (1970). Hexen bis aufs Blut gequält. Austria: Aquila Film Enterprises.