LA PIEL COMO SUPERFICIE DE CONTROL

LA PIEL COMO SUPERFICIE DE CONTROL

Las imágenes que constituyen este panel hacen posible identificar expresiones de violencia que se desencadenan a través de la piel de las subjetividades suprimidas, desdibujadas, borradas a merced de las maquinaciones del poder que se traducen en representaciones que, como los inquisidores y cazadores de brujas de hace cuatro o cinco siglos, convierten a la piel en mera superficie de control.

En los juicios de brujería, los inquisidores buscaban en la piel de las acusadas las denominadas “marcas del diablo”, supuestos sitios en los que algún demonio, o inclusive el mismísimo Satanás, había dejado el rastro de su presencia durante el “pacto carnal”, tras haber colocado sus garras sobre la piel de la supuesta bruja.

En las instrucciones para el reconocimiento de las brujas expuestas en las infames páginas del Malleus Maleficarum,[1] se describe que la inspección en torno a los cuerpos de las mujeres era muy minuciosa, a tal grado que, en ocasiones, las acusadas llegaban a ser completamente rasuradas (incluyendo la cabeza) con tal de encontrar el mayor número posible de “marcas” en toda su piel.

De esta manera, lunares, manchas, verrugas o cualquier otro tipo de irregularidad o afección en la piel, bien podían ser consideradas como “marcas del diablo”, mismas que se volvían sujetas a la realización de “la prueba de la aguja”, la cual consistía en recibir pequeños pinchazos sobre la irregularidad o afección, hasta generar un ligero sangrado. De acuerdo con los inquisidores, si tras los pinchazos, la acusada no mostraba gestos importantes de dolor, era porque “por injerencia del diablo” la bruja había perdido sensibilidad en el sitio en el que éste le había dejado su “marca” donde la había tocado; así, bajo la mirada sesgada a la conveniencia de los inquisidores, la diferencia perceptiva del dolor en la superficie de la piel era muestra más que suficiente de la presencia y del influjo del Maligno sobre la acusada en cuestión.[2]

En numerosas películas de brujas, sobre todo en aquellas realizadas bajo el talante de drama histórico, se representan constantemente tanto la inspección de los cuerpos por parte de los inquisidores, como la llamada “prueba de la aguja”. Resulta interesante cómo la recreación en la pantalla de estos acontecimientos históricos de violencia conlleva en sí, otro tipo de violencias hacia los procesos de subjetivación de las representadas, de tal forma que la piel representada en la pantalla se convierte en un límite contingente entre las subjetividades, en eso que Sara Ahmed describe como aquello “que nos separa de otros, [pero que] también nos conecta con otros” (2004, p.54).

A diferencia de lo que sucede con grabados, ilustraciones y pinturas que recrean el tema (como es el caso de Examination of a witch [1853] de Tompkins Harrison Matteson), en las imágenes cinematográficas, la relación intersubjetiva no opera entre varios personajes cuyo nivel de participación y jerarquía permanecen suspendidos en relativo equilibrio; en el cine, la acción se reduce a dos componentes, uno pasivo y otro activo: el pasivo, el cuerpo de la acusada (más enfáticamente, su piel) y el activo, el inquisidor (o quienquiera que aparezca inspeccionando y agrediendo al cuerpo de la supuesta bruja).

El cuerpo de la mujer bajo el escrudiño del juez, verdugo o inquisidor —y también sometido a la mirada del espectador— se convierte en una superficie llana para ser recorrida por las miradas encaminadas a la búsqueda de las dichosas “marcas del diablo”. Los directores de las películas transforman a sus mujeres-actrices-brujas en pura piel, en pura superficie, utilizando recursos visuales como encuadres cerrados en los que la piel de las mujeres llega a ocupar más de la mitad de la pantalla (Kladivo na čarodějnice [Otakar Vávra, 1970]) o mediante su des-personificación, colocando a las actrices desnudas o semi desnudas, de espaldas y completamente inmóviles, tal y como sucede en Häxan (Benjamin Christensen, 1922), particularmente, en una de sus secuencias finales en la que se establece un paralelismo entre los procesos de escrutación médicos y los procesos de examinación  de los cuerpos de las brujas. El paralelismo en Häxan exhibe no solamente las relaciones de poder y saber repartidas entre hombres y mujeres (quien examina y quien dictamina siempre es un hombre), sino también la objetivación del cuerpo femenino en aras de la comprobación de un presupuesto epistémico, hecho ante el cual, se vuelven cómplices, tanto la cámara como quien especta.

Caso parecido sucede con la secuencia de “la prueba de la aguja” presente en Hexen bis aufs Blut gequält (Armstrong, 1970). En la cinta que, por momentos podría recaer en la categoría de witchplotation, se presenta en primerísimos planos el rostro de Vanessa Benedikt (Olivera Katarina), siendo picoteado por el punzón empuñado por el inquisidor Albino (Reggie Nalder). En el juego de planos y contraplanos de los rostros de ambos personajes se muestra una dinámica de subjetivación y otra de desubjetivación: mientras que la sonrisa sardónica de Albino insinúa su naturaleza perversa, así como su perfil moral y psicológico, el rostro impávido de Vanessa deja de ser el rostro de una persona para convertirse solamente en la piel del rostro, es decir, en pura superficie representada al servicio de la tensión narrativa de la secuencia.

Esta operación en la que la piel de las subjetividades representadas funciona como puro gesto sígnico es localizable también en algunas otras manifestaciones dentro de la historia del arte, sean en expresiones más tradicionales o en obras emplazadas en el arte conceptual contemporáneo. En el aprecio de la escultura El rapto de Proserpina de Lorenzo Bernini, la narrativa del pasaje del relato mitológico ha sido eclipsada por las sensaciones hápticas que se transmiten mediante la interacción de las fuerzas de encuentro entre las superficies de los cuerpos de mármol de los personajes, los cuales se han vuelto carne para el deleite sensorial de quien los percibe.

Asimismo, las cuatro prostitutas adictas a la heroína, que fueron “contratadas” por Santiago Sierra para su pieza 160 cm Line Tattooed on 4 People (2000), son borradas en su subjetividad — e inclusive en su corporalidad individual — para convertirse en pura piel, en un lienzo atravesado por las injusticias del capitalismo, donde todo tiene un precio y donde todo puede ser costeable si se cuenta con los recursos necesarios.

Lejos del mundo del arte y como expresión de los perfiles más ruines dentro de los círculos de poder influyentes en Norteamérica, están algunas de las prácticas perpetradas por Keith Raniere dentro de NXIVM, entre las cuales —para efectos demostrativos de este panel— está al “ritual” de marcar mujeres como gesto de iniciación en la secta y como ejercicio de poder de su líder sobre sus allegadas. En este ejemplo, así como en las supuestas “marcas del diablo”, la piel ha devenido en un recurso para descifrar los “pactos carnales”, así como las líneas de dependencia y subordinación de las mujeres que cayeron bajo las garras de NXIVM y que fueron “tocadas” por su líder.


[1] Texto de 1487 de la autoría de Heinrich Kramer y Jacob Sprenger a mitad de camino entre tratado teológico, exposición de casos de brujería y manual jurídico que, a la postre, se convertiría en la principal herramienta para la búsqueda, enjuiciamiento y condena de supuestas brujas entre los siglos XVI al XVIII. Las características, comportamientos y atributos de las brujas que, arquetípicamente, prevalecen hasta nuestros días provienen, en gran medida, de las descripciones y criterios para la identificación de brujas precisados en el Malleus Maleficarum.

[2] En realidad, lo que se ponía de manifiesto con “la prueba de la aguja” era simplemente que un buen número de irregularidades congénitas o patológicas en la piel alteran el umbral al dolor en el sitio en el que se presentan.